sábado, 9 de enero de 2010

Hombres de Maíz


Al pie de la letra,
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El Jue a las 20:27

Abel Ibarra

Tengo la impresión de que los latinos no lo estamos haciendo del todo bien en Estados Unidos. Cada vez que veo una entrevista en cualquier medio de la vitrina comunicacional, un zumbido me taladra los tímpanos cuando escucho que “debemos rescatar nuestras raíces culturales”.

Los discursos, cortados todos por la misma tijera de imprecisiones, tienden a hacer apologías de nuestros tubérculos mentales y, de inmediato, comienza la recomendación del culto a la arepa, tamales, tortillas, pupusas y demás productos multinacionales de la nostalgia.

Porque, la verdad, es que el único esfuerzo que hay que hacer para lograr el manido “rescate”, es estirar el brazo al momento de recoger todo tipo de provisiones manufacturadas de los estantes del supermercado.

Quizá, la firma cultural de nuestros ancestros esté más en la manera como estiramos ese brazo, la mayoría de las veces indeciso entre una u otra elección, que está atávicamente unida a las razones por las cuales nos vinimos a vivir a “este país”, ergo, el sentido de postración y desgaste de la vida que hay en nuestros países de origen.

La expresión misma “este país”, comunica una distancia con el lugar que, con todos los tropiezos que tiene el mundo, nos ha recibido a cambio de que respetemos sus leyes, aprendamos su idioma y nos adaptemos a las costumbres que imperan en Estados Unidos por virtud de la ley.

La expresión desconsiderada no tiene remilgos en admitir (tácitamente), que no estamos aquí sino en un pasado que abandonamos voluntariamente, lo cual obliga a una pregunta: ¿entonces para qué nos vinimos?

El fenómeno tiene dos caras, una, la del complejo que habita en la nostalgia de nuestros “hombres de maíz”, presos en la mazorca de una era que ya no nos pertenece y, dos, el afán comercial de los medios que alimentan esa paranoia telúrica para vendernos una ilusión de felicidad.

Es el mismo trueque que, según la historia negra del Descubrimiento, hizo que Colón le cambiara a nuestros aborígenes oro por espejitos, pero, ahora, los espejitos nos muestran con cara de expulsados del paraíso y, el oro, deslumbra como las marcas de los productos anunciados en la publicidad de los medios.

Lo peor del intercambio es que, a diferencia de Colón, éste se efectúa sólo entre indios de distinta piel y, en ese comercio melifluo, huimos del aquí y ahora de los Estados Unidos, y regresamos a la época en que charlatanes de toda pelambre vendían panaceas que prometían curar hasta el mal de amores, en la época en que esta inmensidad silvestre comenzó a convertirse en un país.

Sí, es ese mal de amores que no sabemos cómo curar, el que nos hace deambular por calles y avenidas modernas, pero anclados en el pasado, desnudos como Adanes y Evas de un paraíso perdido.

Lo que causa escozor es que este sentimiento de postergación en que vivimos los latinos, pueda convertirse en el futuro en un odio que nos conduzca a enrolarnos en una cruzada silenciosa contra nuestro país, o sea, los Estados Unidos.

Por fortuna el tiempo pasa vertiginosamente y las generaciones borran los murmullos lastimeros de las anteriores, los nuevos muchachos están creciendo y comienzan a vestir los pantalones largos de ciudadanos que convocan el futuro para que la vida bonita continúe. Vale.

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