ALBERTO RODRÍGUEZ BARRERA
Ese hecho le dio al Gobierno de Coalición una inmensa autoridad moral e institucional en todo el hemisferio; fue también un ejemplo para los partidos en cuanto a representar y preservar valores éticos que debían ser irreversibles.
1963 puede considerarse la recta final del Gobierno de Coalición presidido por Rómulo Betancourt, donde los intentos terroristas y extremistas, con sus actos de violencia y agitación, iban resultando nulos y fallidos frente al indetenible y pujante proceso de recuperación económica y de gestión administrativa fecunda. El capital criollo y foráneo siguió invirtiendo en nuevas industrias y en el desarrollo agropecuario, y el gobierno siguió adelante en su acción de saneamiento fiscal, de impulso al crecimiento económico y de defensa y valorización de nuestros recursos humanos.
(Vale insertar aquí el juicio que al final de este período presidencial emitió Luis Beltrán Prieto Figueroa, líder de Acción Democrática y Maestro que rindió invalorables servicios a Venezuela: “Durante la gestión de gobierno cumplida en estos cinco años angustiosos se ha cambiado la imagen de la Venezuela rural y atrasada por la de un país en pleno proceso de crecimiento, con una industria en ascenso, con sus finanzas saneadas y su crédito nacional e internacional garantizados. Tenemos ya las escuelas y los maestros para toda la población escolar, se ha liquidado en su mayor parte el analfabetismo; está realizándose la reforma agraria para asentar en tierra propia a los campesinos, que ahora podrán traer sus productos a los mercados por la mejor red de carreteras del Continente. Se ha cumplido una obra nacional y nacionalista de grandes alcances, devolviendo a la república confianza en sus instituciones, respeto a sus leyes y sobre todo seguridad moral de su destino y de su quehacer históricos”.)
Respetando las libertades públicas, no se trató con lenidad y pavidez a quienes atentaron contra ellas. La historia contemporánea ha estado plagada de ejemplos de regímenes que por profesar una concepción liberaloide y cobardona fueron aniquilados y pulverizados por minorías totalitarias audaces. Eso sucedió con el fascismo y el comunismo.
El Gobierno de Coalición tenía lecciones de historia y por eso no se dejaba intimidar, acorralar ni derrocar por minorías antidemocráticas, ya fueran del clásico estilo latinoamericano o las revestidas del parlamento novedoso de ideologías seudorrevolucionarias, integradas por quintacolumnas de potencias que aspiran a regimentar el mundo, para su propio y exclusivo beneficio, con estructuras y recetas de tiranías “progresistas”, que son más nocivas y autoritarias en los tiempos modernos.
Entre las incidencias importantes de esta recta final estuvo un ejemplo de moralidad democrática: la prisión del dictador Marcos Pérez Jiménez en Estados Unidos y su ulterior extradición a Venezuela, gracias a una iniciativa del Presidente Rómulo Betancourt.
Lejos de sentimientos de retaliación y venganza, hubo un elemental deber de magistrado frente a un hombre que se hizo responsable en el poder de todo clase de depredaciones, apelando hasta al crimen en sus designios políticos y amasando una fortuna colosal con mengua del tesoro público.
Los venezolanos debíamos sentar un precedente, y por eso se presentó ante los tribunales norteamericanos una acusación contra Pérez Jiménez por robo de fondos públicos y por crímenes cometidos durante su despotismo.
Los jueces americanos admitieron que por lo menos sustrajo trece millones de dólares, aunque se sabía que el fruto de su latrocinio era mucho mayor. La leyenda ridícula de que había hecho fortuna con su sueldo no era sino una vulgar patraña. En cualquier país donde se gobierna honradamente, el Presidente percibe una remuneración normal que jamás le permite acumular una fortuna.
Pérez Jiménez, cuando llegó a Miami, huyendo de la justicia venezolana, compró una fastuosa residencia que le costó 400 mil dólares, con treinta sirvientes, una flotilla de automóviles y yates. Eso no lo produce un sueldo de Presidente.
La Corte de Apelaciones del Estado de Florida ordenó la prisión de Pérez Jiménez y fue recluido en la cárcel del Condado de Dade.
El Gobierno de Coalición insistió en la extradición, ya que sus abogados alegaron que enviarlo a Venezuela “equivalía a sentenciarlo a muerte” por la animosidad de sus enemigos políticos. Pero el juez Arthur Goldberg otorgó la extradición con la condición de que el reo fuera juzgado únicamente por los delitos de peculado y malversación.
El 15 de agosto de 1963 fue entregado a funcionarios de la policía judicial venezolana y embarcado en un avión venezolano, que aterrizó en la base militar de Palo Negro. Pérez Jiménez fue recluido en la penitenciaría de San Juan de los Morros.
El precedente llenó de satisfacción a la colectividad, porque el pueblo venezolano había exigido una sanción; y la democracia constitucional así lo hizo, con apego absoluto a las normas jurídicas.
El dictador –a pesar de su dinero y de las presiones que se ejercieron para liberarlo o indultarlo- obtuvo una condena de cinco años de prisión. Para ello no hubo necesidad de valerse de expedientes torcidos y autoritarios, sino de los canales y procedimientos de la justicia ordinaria.
Los abogados defensores fueron Naranjo Osty y Morris Sierralta; la Corte que los juzgó estuvo integrada por Héctor Serpa Arcas, Alejandro Osorio, José Gabriel Sarmiento Nuñez, Jonás Barrios, Larez Martínez, Saúl Ron, Ezequiel Monsalve, José Ramón Duque Sánchez, Alejandro Urbaneja Achelpol, R. Rodríguez Méndez, Julio Horacio Rosales, José Ramón Medina, Carlos Acedo Mendoza y Hugo Ardila Bustamante; el Escritorio de David Morales Bello, contratado por el gobierno, actuó contra el dictador; y el Procurador General de la República era Pablo Ruggieri Parra.
Ese hecho le dio al Gobierno de Coalición una inmensa autoridad moral e institucional en todo el hemisferio; fue también un ejemplo para los partidos en cuanto a representar y preservar valores éticos que debían ser irreversibles.