Prof. Alexander TORRES MEGA
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En medio de los asuntos tan controvertidos que venimos abordando, parece adecuado que, a modo de relax o de breve pausa con variación temática, podamos focalizar nuestra atención sobre otra cuestión, distinta aunque emparentada, que en los días que corren, también sacude fuertemente las conciencias. Se trata de ciertas reacciones conductuales que se verifican inmediatamente después de producidos fenómenos naturales catastróficos. Concretamente, estoy refiriéndome al trágico terremoto que afectó a Chile.
Cuando se desata el poder irresistible de las fuerzas de la naturaleza, las personas comprendemos, entre otras muchas cosas, que el ser humano -tan limitado, contingente, finito y falible- está muy lejos de poder siquiera controlarlas. Tomar conciencia de ello es un buen antídoto para la soberbia que puede llevarnos a creer que el hombre todo lo puede o que la ciencia y la técnica humanas son armas invencibles que nos aseguran felicidad. Ni lo uno ni lo otro. Vale decir: ni el ser humano es omnipotente, ni la ciencia todo lo puede, ni es real la felicidad prometida por la técnica. En verdad, la omnipotencia únicamente es atributo de Dios y sólo Él es fuente de genuina felicidad (no de fugaces placeres engañosos).
Lo cierto es que cada vez que un volcán entra en erupción, o cuando se producen inundaciones, terremotos, maremotos, etc., las personas toman conciencia de su condición de mortales y definen su actitud ante el sufrimiento que inexorablemente llega. Análoga es nuestra reacción individual cuando, por ejemplo, aparece una enfermedad grave, o cada vez que sufrimos la pérdida de un ser querido, o cuando nos toca padecer un gran sufrimiento. Ante esas situaciones, es frecuente -además de legítimo, normal y saludable- que las almas se vuelquen a Dios, recurran a Él, le pidan fortaleza y protección.
Lo que nada tiene de legítimo, ni es saludable, ni debe tomarse como normal, es que -en medio del escenario dramático de un desastre natural- se produzcan saqueos del estilo de los que se están registrando en Chile durante estos días posteriores al terremoto.
A este respecto, el entrañable amigo chileno a quien me he referido en notas anteriores, Alejandro Bravo Lira, tuvo la gentileza de enviarme un esclarecedor artículo (publicado en “La Tercera”, ayer 2 de marzo, bajo el título “La pistola al cuello”), que razonable y muy razonadamente analiza este fenómeno. Creo que, sin perjuicio de ciertas peculiaridades de cada país, el siguiente análisis se adecua a todo el panorama iberoamericano:
“El terremoto ha sido devastador, pero también revelador”, comienza afirmando la nota. “Ha sacado a la luz debilidades acumuladas a lo largo de años en el complejo edificio de nuestra sociedad, frutos venenosos de políticas y de procesos sociales… El resultado es una mezcla explosiva de aspiraciones adquisitivas con una distribución del ingreso que impide a muchos satisfacerlas y de dos generaciones de chilenos pobres -padres entre 25 y 40 años, hijos de entre 10 y 20- criados casi sin control parental ni escolar. A ese combustible se agrega como comburente la hegemonía ideológica de las doctrinas acerca de los derechos humanos, las cuales en muchos casos -legales, judiciales, etc.- han sido llevadas a tales extremos de lenidad y obsecuencia, que entorpecen gravemente la voluntad del Estado para preservar el orden público”.
“De esto último -prosigue la nota- han sido muestra los saqueos masivos. Para describirlos, la autoridad ha usado un lenguaje eufemístico hablando de "delincuentes" y de "lumpen". Eso de por sí ya sería bastante malo, pero los videos y fotografías revelan algo aun peor: protagonistas han sido también y en número abrumador, gente común y corriente, la clase de personas con las cuales usted puede toparse en su oficina o en el bus. En una sociedad sana, el pillaje queda reducido a la acción de delincuentes y también de los ciudadanos más marginales; una sociedad enferma, en cambio, revela lo que vimos, a saber, no sólo que dichos delincuentes y vándalos son legión, sino que también hay cero autocontrol por parte de muchos ciudadanos y cero eficacia de la fuerza policial para controlarlos por mera presencia”.
Cómo entender que todo esto cause extrañeza si, durante décadas, la izquierda debilitó el concepto mismo de "orden público", expresión que, a oídos de su gente, suena a cavernaria opresión "del pueblo". Por esa misma prédica izquierdista, todo acto de autoridad rigurosa se convirtió en tabú. En la educación formal se deterioró la autoridad de profesores y directores que terminaron cautivos de un alumnado dotado de infinitos derechos y poca o ninguna obligación. Se acusó, una y otra vez, a la fuerza pública de "excesos", tanto en tribunales como en la prensa, cada vez que encaró con decisión ataques -incluso letales- contra sus miembros. En ese mismo discurso se legitimó, explícita o tácitamente, a los autodenominados "luchadores sociales”. En el ámbito judicial, se trató con lenidad a asesinos políticos si acaso su background era "la lucha contra la dictadura"; en fin, siempre hubo razones para justificar la conducta antisocial haciendo de sus hechores víctimas inocentes "del sistema", dice la nota.
“¿A qué asombrarse entonces que grupos de ciudadanos se crean hoy con derecho al pillaje si se da la oportunidad? ¿De qué pasmarse ante el infantilismo, convertido rápidamente en agresión, con que algunos piden "soluciones" en cinco minutos puesto que fueron criados bajo la doctrina del Estado paternalista, único salvador y defensor de los pobres, como todavía se dijo en la reciente campaña presidencial? Por eso la imagen del carabinero poniendo una pistola en el cuello de uno de los miserables entregados al pillaje es una notable excepción, pero también una muestra de hasta dónde es preciso llegar cuando métodos menos elocuentes ya no hacen mella. Y es una valiente excepción, porque hace ya mucho tiempo que el carabinero teme siquiera levantar la voz, no sea que le abran un sumario, se le eche del servicio y se le lleve a juicio. De eso es muy consciente la inmensa cantidad de ciudadanos resentidos, frustrados y llenos de instintos destructivos y depredadores que ha criado el sistema por las razones expuestas más arriba. Se sienten con esa sensación de derecho a cometer delitos que otorga la impunidad. ¿"Por qué yo no", dijo una mujer que se llevaba objetos robados de una tienda, "si lo hacen todos”? Y pudo haber agregado: "y nada nos va a pasar porque somos el pueblo". De ahí que sea la sociedad, no ese punga, quien está hoy con la pistola al cuello. Y que, en la hora mona, deba sacarse al Ejército a la calle”, concluye la nota.
Modestamente, me atrevería a agregar, como factor también decisivo en la gestación y condicionamiento de esas conductas antisociales, la prédica sistemática de la izquierda para negarle legitimidad al derecho de propiedad.
El saqueo -y todas las modalidades de robo- se reducirían si se respetara el Decálogo, el Derecho Natural y la ley positiva. La fuerza categórica del “No robar” y “no codiciar los bienes ajenos” se impondría con la facilidad que surge de la adhesión consciente, libre y voluntaria del común de las personas de buena voluntad.-
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2011 Mail a mis amigos de Venezuela
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Recuerdo de hace unos anos 2011 ?Como esta la situacion postelectoral?
*Por Joaquin Ramon Ch**Queridos amigos*
De repente y en pocos dias bajo la tempe...
Hace 8 años
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